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viernes, 2 de agosto de 2013

El hombre del carrillo. Relato de Sergio Barce dedicado a Emilio Gallego.



Mi querido amigo, paisano y excelente escritor SERGIO BARCE, ha tenido la gentileza de dedicarme un relato publicado en la Revista "DOS ORILLAS".  Basado en nuestra infancia y en el CINE IDEAL de Larache, que perteneció a mi familia y donde pase mi primera infancia viendo cine a todas horas, lleva por título "EL HOMBRE DEL CARRILLO"


Con Sergio en Larache

Sergio ha hecho, con su sabia pluma, que todos esos recuerdos y muchos mas afloren con fuerza desde el fondo de mi memoria. Confieso que me ha emocionado profundamente y ha conseguido que para mi,  el Cine Ideal vuelva a proyectar de nuevo, en sesión muy especial, desde la oscuridad de un tiempo irremediablemente perdido.

Desde este blog quiero agradecérselo profundamente, en mi nombre y en el de toda la familia Gallego: ¡gracias Sergio!

Mis recuerdos incluyen tantas tardes de cine como amigos, la cabina del proyeccionista, las latas metálicas, los carbones gastados, la máquina de empalmar película, el olor a cine, los afiches en los pasillos y en la oficina de mi padre que tenía una pequeña terraza y ventanas de ojo de buey y desde donde se veía mi casa. Parece que estoy viéndole, siempre sonriente, sentado tras su escritorio con listados de películas de las productoras delante, mientras me ofrece un taco de entradas para invitar a los amigos. Mi padre fue un hombre bueno y de una generosidad poco común (¡cuanto te echo de menos!).



También se me aparece nítido el recuerdo de ese edificio único, estilo art decó, inolvidable, que se asemejaba a un buque elegantemente atracado en medio de la calle Chinguiti y que fue salvajemente derribado por la ambición de una especulación absurda, miope, que no ve otra cosa que billetes. 


Primer cementerio cristiano de Larache.


EL HOMBRE DEL CARRILLO

           A Emilio Gallego


Desde su carrillo ha visto envejecer a la ciudad y, poco a poco, él también se ha hecho mayor. Hoy se ha dado cuenta de que es un anciano cuando no ha podido llegar a su casa sin la ayuda de un joven que ha tenido que ayudarlo. No podía solo, era como si empujara un gigantesco baúl lleno de tierra; pero al mirar de reojo ese armatoste, ha comprobado que es el mismo carrillo de madera del que ha tirado durante los últimos cincuenta años.

Su hija Nadja lo arropa, le da un beso en la frente, le susurra al oído que descanse. Brital no dice nada y clava los ojos en el techo, con un cansancio desconocido. De pronto se enfrenta a algo en lo que nunca había pensado, su futuro, y se pregunta angustiado hasta cuándo va a poder seguir en su puesto de la avenida Hassan II.

CINE IDEAL 1

No hay nadie que pueda continuar la tradición, así que se barrunta que no habrá más remedio que volver a la faena de siempre y tratar de que alguien lo ayude cada vez que mueva el carrillo. Sin embargo, lo deprime profundamente verse limitado, torpe y anciano.

Pasan un par de horas y continúa despierto. Está agitado, nervioso. No aparta la mirada vacía del techo descascarillado, y ya sabe muy bien lo que va a ocurrir en las horas siguientes. Las noches de insomnio son cada vez más frecuentes, noches llenas de imágenes que no sabe de dónde salen pero que, a veces, son temibles, pesadillas que lo llevan a abismos insalvables. Sin embargo en otras ocasiones esas sombras animadas resultan tan reconfortantes que desearía que nunca amaneciera.

Ahora precisamente esboza una sonrisa en la oscuridad de su cuarto porque se ve sentado en la banqueta tras su carrillo de chucherías siguiendo con la mirada a la gente que pasea al atardecer del verano. Le compran cartuchos de garrapiñadas, de pipas, de garbanzos, de pasas secas. Los niños más pequeños, que se yerguen poniéndose de puntillas, piden chicles y caramelos. Nadie sabe como su mujer lo que disfruta viendo iluminarse las caras a esos críos. No hay un trabajo más hermoso que ese, aunque no es muy lucrativo.

Calienta las garrapiñadas. El azúcar quemado se desliza para enfundar las avellanas convirtiéndolas en piedrecitas dulces que luego atrapan a los chiquillos con su aroma irresistible. Brital sabe cómo preparar los cartuchos de papel de estraza rellenándolos hasta rebosar, arrugándolos por la parte de arriba para que el calor no escape.

Conoce a todos los niños que se le acercan. Le gusta cuando los alumnos de don Aurelio salen del pequeño conservatorio y se arremolinan alrededor suyo. También le  gusta los días de estreno.

Interior del Cine Ideal - foto de José Morón
Interior del Cine Ideal – foto de José Morón

Muchas veces Majid Jebari se queda un buen rato parado sin saber qué llevarse. Mira a derecha e izquierda, señala con un dedo, duda, y al final le deja en la mano dos dirhams, aunque al dársela le pide dos pesetas de todo, y Brital le prepara un surtido de frutos secos y algún caramelo de regalo. Majid se da la vuelta mientras su hermano pequeño protesta a su lado porque le impide coger un puñado de garrapiñadas, y tira de su camisa enrabietado.

Brital mira la fachada del Ideal. Hace ya mucho tiempo que no ve a Emilio salir del cine de su padre. Lo recuerda tan nítidamente que algunos días cree descubrirlo asomado en la ventana de arriba. Pero eso es imposible, y se frota los ojos y se queda escudriñando los garbanzos secos y las pipas de girasol que tiene amontonados en el carrillo. Emilio Gallego se fue para no volver, como tantos otros. Incluso la música ha desaparecido. El conservatorio es ahora un almacén cerrado con la pared de su fachada descascarillada.

Pero ahora oye de pronto la música que resuena por toda la calle Chinguiti, los de Casa Pentodo tienen instalados unos altavoces que amenizan los paseos del fin de semana. Brital se mira al espejito que tiene colgado de un lateral, es joven, no pasa de los quince años; con toda la vida aún por delante, atiende el carrillo de su padre media jornada, cree que solo estará ahí unos meses, que pronto se marchará a Tánger para trabajar en el casino junto a un primo suyo que allí es camarero. 

La música de Pentodo invita a salir a las parejas que pasean por la avenida de arriba abajo, repitiendo el mismo recorrido una y otra vez. Dan una vuelta por la plaza de España y regresan, lentamente, las chicas comiendo pipas, los jóvenes fumando ostensiblemente. A Brital le gusta una canción de Nat King Cole que habla de amor. Cuando la escucha piensa en Salwa, y pensar en Salwa significa verse invadido por una calentura de fiebre que le hace equivocarse cuando sirve los cartuchos.

-Yo no te he pedido garbanzos, jay –le dice Dris malhumorado-. Date prisa que comienza la película… ¿En qué estarás pensando?

Estoy pensando en Salwa, se dice para sus adentros.

-¡Brital, Brital! –le grita Emilio Gallego-. Dice mi padre que me des un cartucho de garrapiñadas. Luego viene él a pagarte.

Eso ya lo sabe Brital. Le da el cartucho, y lo ve salir disparado, cruzar la calle, subir los cinco escalones de la entrada del cine, meterse como un diablillo por entre la gente que aguarda para que el portero corte sus entradas, y por fin entrar en el cine con dos de sus amigos a los que cuela sin pagar.

Como un reloj, al comenzar la última sesión, el señor Gallego se acerca al carrillo y le pregunta a Brital qué se ha llevado ese sábado su hijo Emilio.

-Hoy solo un cartucho de garrapiñadas.

El señor Gallego le paga y regresa lentamente al Ideal. Y Brital lo ve alejarse con las manos a la espalda, bien trajeado, saludando con educación a los que se cruzan con él. Corre una suave brisa mientras cae el sol esa tarde de verano. Brital sonríe a la oscura noche que envuelve sus sueños, echa de menos los años en los que Nat King Cole cantaba en la calle Chinguiti aquella canción de amor y el señor Gallego le pagaba lo que su hijo se había llevado.

Otras noches son largas y frías. Las mantas con las que su hija lo arropa no son suficientes para protegerlo de las inclemencias que le traen los malos sueños. Son las noches en las que se ve aterido por la humedad pese a embozarse con un abrigo, una chilaba y un plástico, ahí parapetado tras su solitario carrillo en  la calle desnuda que barre un viento gélido, sin niños que se acerquen a su puesto ni canciones que envuelvan el aire. Son los días de silencio, los días que han seguido a la mañana en la que han derribado el viejo cine. Brital echa una ojeada al espejo resquebrajado que cuelga de un lado del carrillo y ve al otro lado a un anciano tiritando que se asoma buscando al joven que fue.

CINE IDEAL - foto de Ulzurrun
CINE IDEAL – foto de Ulzurrun

Un día se le acerca un hombre. Se queda mirándolo con fijeza un buen rato, parece dudar si acercarse o no al carrillo, da un paso atrás, se aleja pero regresa al poco, se muerde el labio. Lleva una cámara de fotos al hombro y un brillo extraño en los ojos. Brital cree reconocer la mirada, pero es la sombra de un recuerdo. Se queda quieto sentado en su taburete observando los movimientos del hombre que parece como aturdido. Tal vez esté perdido y busque alguna calle. Pero poco después Brital nota que esos ojos lo atraviesan como arpones desesperados, parecen un grito de socorro. No sabe la razón, pero ese rostro adulto rejuvenece como por ensalmo y Brital asiste a una transformación inesperada: la barba gris desaparece y la cara imberbe del niño resurge del pasado, las ojeras y las arrugas de la frente se alisan, el cabello cano y rizado es rubio y lacio, y en la boca se dibuja una sonrisa feliz que le pide un cartucho de garrapiñadas calientes, muy calientes. Ese hombre que en ese instante es un niño a ojos de Brital, sigue paralizado en la duda, pero él extiende la mano temblorosa, ase la cuchara metálica y la hunde en las garrapiñadas frías y secas, luego las vierte en el interior de un cartucho de papel de periódico y se lo ofrece con un ademán imperativo. El niño no lo habría pensado y se habría hecho con el regalo; pero ese hombre trastabilla, aborta la tentación de aceptar el ofrecimiento aunque segundos después termina por cogerlo con ambas manos, temblorosamente. Hay una emoción cándida en la prudencia de sus gestos.

-Yo te conozco –le dice Brital.

Al hombre se le saltan las lágrimas mientras aprieta el cartucho de las garrapiñadas contra el vientre. Mira a un lado, y una  mujer se le acerca frunciendo el ceño.

-¿Qué te ocurre? ¿Te sientes mal?

Niega con la cabeza sin apartar sus ojos glaucos de Brital. Da un paso, decidido, y extiende una mano y Brital se la estrecha. Nota la piel recia y ardiente, también la calidez sincera del recién llegado. En ese preciso instante el cansancio de esa mirada se transmuta en aquel niño rubio y revoltoso que se acercaba corriendo al carrillo, sin aliento, porque no llegaba a la sesión de tarde. El cartel de Belmondo en la fachada, Emilio llamándolo desde la ventana del cine. Luego llegaban los otros dos amigos y se repartían los cartuchos. Lo ve en aquellos días, ve al niño rubio y revoltoso que se mete los caramelos en los bolsillos del pantalón corto, que le paga sin esperar el cambio, cuando lo hay, y que en seguida se revuelve y azuza a los otros dos para entrar cuanto antes a la sala, al palacio de los sueños imposibles.

-¿Te acuerdas de mí? –le pregunta cuando consigue hilvanar las palabras, aferrado aún a su mano.

-Claro, Rubio… -y Brital menea la cabeza de arriba abajo-. Me acuerdo de todos los niños.

No es la primera vez que ocurre. La gente regresa después de tanto tiempo que, tras el desengaño que supone enfrentarse a la realidad, se conforma con cualquier resto de escombro que le haga revivir el tiempo ya perdido.

Brital tiene una enorme capacidad para recordar a aquellos niños que compraban en su carrillo, los tiene grabados en la retina, los ve cada noche en el techo de su dormitorio, a muchos, los que residen en Larache, los ha visto crecer, hacerse adolescentes, madurar, convertirse finalmente en hombres mayores. Y en concreto a ese hombre con la cámara de fotos al hombro lo llamaba Rubio cuando no tenía más de diez años. Se acuerda de él y de su padre, que tenía gafas de montura de pasta, y de su madre, que también era rubia y elegante. Y no olvida el día que el Rubio vino a comprar antes de marcharse de Larache, aquella mirada torva, huidiza, la última vez que entró con sus amigos al Ideal sin importarle la película que se proyectaba. Brital le regaló entonces los caramelos que, como siempre, el niño guardó en los bolsillos de su pantalón corto.

Le cuenta la anécdota al hombre que lo estudia ensimismado junto a su mujer. No le ha soltado la mano en todo ese rato, como si quisiera cerciorarse de que alguien lo ha reconocido después de los años, de que ciertamente está en su pueblo con alguien de su pueblo que aún lo recuerda, es como si le certificaran que su infancia fue real. Está tan emocionado que le tiembla el cuerpo.

Cuando ese hombre se despide, Brital vuelve a sentarse en su taburete y sin saber por qué se acuerda de Nourdinne, aquel chico que le hacia la vida imposible a Rabah. Rabah solía instalar su carrillo cerca del Ideal, en la otra acera, era la competencia, aunque a diferencia de él también vendía tabaco de contrabando. Nourdinne se las ingeniaba para sacarle alguna cajetilla amenazándolo con llamar a los mejaznis, y luego le pasaba algún pitillo a Brital. Con los años, Nourdinne llegó a ser dueño de varios comercios. Quién se lo iba a decir, de trapichero a empresario. A Brital le gustaba Nourdinne cuando era niño, su ingenio, su audacia, su picardía. El Nourdinne adulto es alguien desconocido, ni siquiera lo mira cuando pasa cerca del carrillo. No es como Majid Jebari y su hermano pequeño Hachmi, ellos siguen saludándolo, y ahora son sus hijos los que vienen a comprar garbanzos y pipas con sal.

-¡Cuántas películas habrás visto! –le dijo alguien una vez.

Y Brital se quedó pensando un buen rato. El cine que conocía lo había visto a través de los ojos de los niños. Nunca había entrado en el Ideal ni en ninguna otra sala, y eso que el señor Gallego le regalaba de tarde en tarde alguna entrada. Pero nunca pudo ir, atado como estaba a su carrillo desde siempre.

Hoy se levanta tarde. Tose, apenas desayuna, pero prepara el carrillo como ha  hecho desde que tiene memoria. Es un día primaveral, y sabe que puede que sea un buen día para el negocio. Su hija ha salido, pero la ve regresar con premura, demasiado agitada. Ella le pone las manos en las mejillas y le dice que se ha enterado que Emilio ha vuelto a Larache, que está de paso, que se aloja en el Hotel España, que ha preguntado por él.

El nerviosismo le hace perder la sensación de agarrotamiento que notaba al levantarse, y se mueve con más agilidad, trastea entre las cosas que guarda en su habitación y saca unas entradas que nunca usó, las últimas entradas que el señor Gallego le regalara antes de dejar el cine. Se las guarda con cuidado y sale a la calle empujando trabajosamente su carrillo de madera. Nadja le ruega que aguarde un momento, que ha encontrado a un chico que le echará una mano para llevarlo hasta el centro y no tardará en venir, pero Brital es terco y solo piensa en llegar cuanto antes a la avenida Hassan II e instalarse en la esquina de siempre, convencido de que Emilio Gallego irá a verlo. Casi todos aquellos niños vuelven aunque solo sea para reencontrarse con ellos mismos, como aquel hombre de la cámara de fotos. Y presume que Emilio tiene muchas razones para hacerlo.

Se palpa las entradas que ha guardado en el bolsillo de la camisa. Le va a dar una alegría cuando las vea, lo sorprenderá con el último regalo que le hizo su padre.  

cine-ideal

Subir la calle Real se hace penoso. Le cuesta tanto empujar el carrillo que nota las órbitas de los ojos casi escapando de sus cuencas.  Suda, y nota que los huesos le chirrían, como oxidados. Resbala, pero no cae, se repone y apoya el hombro contra el carrillo, parece que así le resulta más fácil empujarlo, vuelve a resbalar, lucha pero un metro después ha de parar, resollando. Mohamed Mrabet, que se cruza con él, le dice que se va a hacer daño. Brital escupe al suelo notando que el corazón le palpita, ahora se da cuenta de que debió esperar al chico que había llamado su hija, pero nada, él es  así de testarudo. Vuelve a intentarlo y avanza a trompicones, hasta que de pronto sus pies ceden, no se ha percatado de que hay un boquete y ha metido el pie derecho; cuando el tobillo se le tuerce el dolor es tan insoportable que suelta el carrillo y se le viene encima, y dobla el tronco hacia atrás con el pie aún encajado sin poder liberarse, y da un grito, que es más de espanto, y aunque el señor Mrabet reacciona al ver el accidente e intenta detener el carrillo ya es tarde y Brital se queda en el suelo sin poder mover un músculo. Oye algunas voces, pero en algún instante pierde la noción del tiempo. Sin embargo él cree que sigue empujando su carrillo porque ha de llegar a la avenida Hassan II antes de que Emilio pase por allí, si no lo ve puede creer que ha muerto. Otro empujón más con todas sus fuerzas, pero las ruedas no se muevan un centímetro. Y Brital llora de impotencia pensando que no podrá devolverle las entradas que ha guardado durante cuarenta años. Ansía tanto ser testigo de la reacción de Emilio cuando vea las entradas que le dio su padre que ahora solo le importa llegar a su esquina. Sin embargo, todo es inútil porque se ha desmayado. 

Cuando abre los ojos, se encuentra con los de Nadja. Se parece tanto a Salwa que a veces mira a su hija y la ve a ella. Intenta incorporarse, pero es en vano, algo lo tiene clavado al jergón.

-Bilati, bilati –Nadja le ayuda a acomodarse, a que esté un poco más cómodo-. Te has roto la pierna… Y te has dado un buen golpe en la cabeza. Casi te matas…

-¿Y el carrillo? –vuelve a intentar levantarse, pero las fuerzas lo han abandona.

-Tranquilo, padre. Lo hemos guardado, no pasa nada… El médico ha dicho que descanses. Vendrá a verte a primera hora…

Da un hondo suspiro, y entorna los ojos.

-Esto es lo que nos faltaba –musita.

Nadja le da unas palmaditas en el hombro y sale de la habitación. Al entornar la puerta, la oscuridad envuelve a Brital y su mirada se pierde en el vacío. Traga saliva, intenta aliviar su angustia, acallar la rabia que lo abrasa como el fuego. Sabe que Emilio se marcha a la mañana siguiente, y no va a poder verlo. Entonces se agita un poco más, torpemente se tantea y se da cuenta de que tiene las piernas desnudas y que no lleva la camisa. Llama a su hija, le pregunta dónde está su ropa, le pide que busque en el bolsillo de la camisa unas entradas de cine. Nadja lo mira como si viera a un loco, pero cumple su orden y las encuentra y se las da contrariada. Brital las coge y se las pone sobre el pecho, tapándolas con una mano.

CINE IDEAL de LARACHE - foto tomada del blog de Houssam Kelai
CINE IDEAL de LARACHE – foto tomada del blog de Houssam Kelai

-Me han dicho que Emilio ya se ha marchado del hotel –le susurra Nadja antes de volver a salir-. Se ha ido al anochecer.  

El silencio es abrumador. Pasan los minutos, y no sabe por qué llora. Se avergüenza de sí mismo oyendo su llanto silencioso y desconsolado. Y se queda así con una mano cubriendo las entradas que mantiene contra el pecho, hasta que se calma. Es entonces cuando ve a Emilio asomado a una de las ventanas del Ideal, en la primera y última planta, con la barbilla apoyada en las manos. El cartel de cuelga del lateral, con el carrillo de Rabah a un metro. Es una tarde luminosa y huele a principios de verano. Brital prepara algunos cartuchos y los deja a un lado, listos para ser rellenados con lo que le pidan. Poco a poco los críos se van acercando. Sabe que algunos de ellos ya son casi tan viejos como él y que otros siguen siendo niños, que unos han muerto y que otros abandonaron Larache para no regresar, pero le da igual que se mezclen épocas de su vida, que se confundan los años y que el tiempo no avance. Él está allí, sentado en su ajado taburete de madera, parapetado tras su carrillo esperando a que Emilio baje para darle las dos últimas entradas que su padre, el señor Gallego, le ha prometido regalarle para que vaya con Salwa a ver una película.

Sergio Barce, febrero 2013

NOTA DEL AUTOR: Sé por Jebari que hubo un hombre llamado Brital con un carrillo instalado junto al Cine Ideal, pero el Brital de este relato se refiere a otro hombre con otro carrillo que también se apostaba junto al mismo cine para vender su mercancía, el vendedor de chucherías y frutos secos que me endulzó cada día que acudí durante mi infancia a aquel maravilloso cine.


TOMADO DEL BLOG PERSONAL DE SERGIO BARCE: "EL HOMBRE DEL CARRILLO"


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Editorial Círculo Rojo